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300


Hace muchas lunas, mi primo me invitó a su fiesta de cumpleaños. Recibí su invitación con la misma actitud de siempre para las fiestas: “Puta madre, qué divertido”. La gran celebración se llevaría a cabo en el Bol Tlalpan y como saben (o no), siempre he sido un asco en el boliche. Como no podía faltar porque (habría chicas sensuales) soy muy buen primo, me puse a ver videos para no hacer un tremendo osazo.

Ese día iba a salir de la escuela e ir felizmente hasta el boliche, sin contratiempos.
Salí una hora tarde, me perdí y llovió.
Entré al lugar empapado. Ya toda la familia estaba ahí. Por suerte mi mamá, al ver que estaba lloviendo, me llevó cambio de ropa. Qué linda ella.

Salí del baño seco y sensual, felicité a mi primo, saludé a todos y me quejé porque había mucha gente.
Estuve haciéndome menso como una hora, hasta que me llamaron a jugar.
En mi equipo estaban mi primo y sus amigos. En el otro, mis tíos.
Nos negamos a jugar con la protección de canales porque éramos muy rudos. Y estúpidos.
Los primeros tiros fueron decepcionantes, cada participación era acompañada por la balada de la bola al canal.
Al fin llegó mi turno. Después de 5 minutos de cambiar de bolas porque todas estaban muy pesadas, tiré y PUM, chuza. Todos me felicitaron y se sorprendieron. Sinceramente, el más sorprendido era yo porque sólo me levanté y tiré a lo idiota.
Obviamente cuando me preguntaron cómo le había hecho respondí: “Ah, es talento natural”.

Siguió el juego y mis tiros fueron siempre exitosos, ni una sola vez mandé la bola al canal e hice varias chuzas. Era el Pelé del boliche.

Una hora después, mis tíos que sí sabían jugar, me dijeron “ven, échate una línea con nosotros”. Emocionado porque pensé que hablaban de cocaína, acepté.

Empezamos a jugar y yo seguía haciendo chuzas. De pronto, las luces se apagaron y comenzó a sonar música electrónica a todo volumen. Aparentemente, en determinado momento, los del boliche hacían eso para darle más ambiente a tu juego. Los pinos y las bolas brillaban, todo colorido y bonito. Nosotros seguimos en lo nuestro. Cuando las luces volvieron a la normalidad, noté algo raro en el tablero: Mi puntaje decía 250 cuando debería estar en 85 o algo así.

Como mis tíos y sus amigos estaban algo ebrios, nadie lo notó. O no quisieron decirme o yo qué sé.
Me valió madres y seguí haciendo chuzas.
Como el puntaje máximo es de 300, me acerqué rápidamente. Todos se reunieron a ver qué pasaba. Era verdad, nadie había notado que el estúpido marcador electrónico había fallado. Mi familia y los demás invitados me apoyaban. Mi conciencia decía: “Oh, El Maestro, tienes que decirles que el marcador está mal”. Pero mi cerebro opinaba: “A la verga el marcador, si la máquina se equivoca no es tu pedo. Piensa, si enviaran un robot del futuro para eliminarte porque vas a ser el líder de la resistencia y única esperanza de la raza humana, pero  el robot se equivoca y mata a otra persona, ¿le reclamas? No, claro que no”.

Decidí aceptar la posibilidad de tener un puntaje perfecto. Era el último tiro. Tomé mi bola, miré despectivamente a un dude muy moreno que trabajaba ahí y me dispuse a afrontar el destino.

La lancé. Se fue directamente a los pinos. Uno a uno fueron cayendo, los gritos de alegría no se hicieron esperar.

Pero a veces la vida es cruel sin razón.

Uno de los pinos permanecía de pie. Burlándose de mí. El puntaje se quedó en 299.

Como los del boliche eran unos tarados, creyeron que en verdad había logrado esa puntuación y me regalaron el pino que no pude tirar. Tal vez en recuerdo de mi fracaso.

Y ahora, ese pino está en mi cuarto. Y el muy desgraciado se cae cada vez que limpio.

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