Hace muchas
lunas, mi primo me invitó a su fiesta de cumpleaños. Recibí su invitación con
la misma actitud de siempre para las fiestas: “Puta madre, qué divertido”. La
gran celebración se llevaría a cabo en el Bol Tlalpan y como saben (o no), siempre he sido un asco en el boliche. Como no podía faltar porque (habría chicas sensuales) soy muy buen
primo, me puse a ver videos para no hacer un tremendo osazo.
Ese día iba
a salir de la escuela e ir felizmente hasta el boliche, sin contratiempos.
Salí una
hora tarde, me perdí y llovió.
Entré al
lugar empapado. Ya toda la familia estaba ahí. Por suerte mi mamá, al ver que
estaba lloviendo, me llevó cambio de ropa. Qué linda ella.
Salí del
baño seco y sensual, felicité a mi primo, saludé a todos y me quejé porque
había mucha gente.
Estuve
haciéndome menso como una hora, hasta que me llamaron a jugar.
En mi equipo
estaban mi primo y sus amigos. En el otro, mis tíos.
Nos negamos
a jugar con la protección de canales porque éramos muy rudos. Y estúpidos.
Los primeros
tiros fueron decepcionantes, cada participación era acompañada por la balada de la bola al canal.
Al fin llegó
mi turno. Después de 5 minutos de cambiar de bolas porque todas estaban muy
pesadas, tiré y PUM, chuza. Todos me felicitaron y se sorprendieron. Sinceramente,
el más sorprendido era yo porque sólo me levanté y tiré a lo idiota.
Obviamente
cuando me preguntaron cómo le había hecho respondí: “Ah, es talento natural”.
Siguió el
juego y mis tiros fueron siempre exitosos, ni una sola vez mandé la bola al
canal e hice varias chuzas. Era el Pelé del boliche.
Una hora
después, mis tíos que sí sabían jugar, me dijeron “ven, échate una línea con
nosotros”. Emocionado porque pensé que hablaban de cocaína, acepté.
Empezamos a
jugar y yo seguía haciendo chuzas. De pronto, las luces se apagaron y comenzó a
sonar música electrónica a todo volumen. Aparentemente, en determinado momento,
los del boliche hacían eso para darle más ambiente a tu juego. Los pinos y las
bolas brillaban, todo colorido y bonito. Nosotros seguimos en lo nuestro.
Cuando las luces volvieron a la normalidad, noté algo raro en el tablero: Mi
puntaje decía 250 cuando debería estar en 85 o algo así.
Como mis
tíos y sus amigos estaban algo ebrios, nadie lo notó. O no quisieron decirme o
yo qué sé.
Me valió
madres y seguí haciendo chuzas.
Como el puntaje
máximo es de 300, me acerqué rápidamente. Todos se reunieron a ver qué pasaba.
Era verdad, nadie había notado que el estúpido marcador electrónico había
fallado. Mi familia y los demás invitados me apoyaban. Mi conciencia decía:
“Oh, El Maestro, tienes que decirles que el marcador está mal”. Pero mi cerebro
opinaba: “A la verga el marcador, si la máquina se equivoca no es tu pedo.
Piensa, si enviaran un robot del futuro para eliminarte porque vas a ser el
líder de la resistencia y única esperanza de la raza humana, pero el robot se equivoca y mata a otra persona,
¿le reclamas? No, claro que no”.
Decidí
aceptar la posibilidad de tener un puntaje perfecto. Era el último tiro. Tomé
mi bola, miré despectivamente a un dude muy moreno que trabajaba ahí y me dispuse
a afrontar el destino.
La lancé. Se
fue directamente a los pinos. Uno a uno fueron cayendo, los gritos de alegría
no se hicieron esperar.
Pero a veces
la vida es cruel sin razón.
Uno de los
pinos permanecía de pie. Burlándose de mí. El puntaje se quedó en 299.
Como los del
boliche eran unos tarados, creyeron que en verdad había logrado esa puntuación
y me regalaron el pino que no pude tirar. Tal vez en recuerdo de mi fracaso.
Y ahora, ese
pino está en mi cuarto. Y el muy desgraciado se cae cada vez que limpio.
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