El otro día acompañé a mi señora madre al mercado.
Diría que prefiero ir a alguna tienda de autoservicio, pero en ambos lugares hay gente, así que es igual de horrible.
Había mucho bullicio en el puestesillo al que nos dirigimos.
La mayoría de la gente llevaba mandarinas (¿es época de mandarinas o qué demonios? Nunca sé cuándo es época de nada) así que durante al menos 10 minutos, observé a todas esas personas.
La mayoría de la gente llevaba mandarinas (¿es época de mandarinas o qué demonios? Nunca sé cuándo es época de nada) así que durante al menos 10 minutos, observé a todas esas personas.
La mayoría escogía las mandarinas al azar, sin inspeccionarlas para ver si estaban pequeñas, o si tenían alguna cosa rara, o si estaban podridas. Solo las tomaban y ya.
Algunos analizaban a conciencia cada una, si tenía una hoja en el tallo se la quitaban, solo para volver a inspeccionarla y al final, dejarla. Escogían las más grandes y las más naranjas porque, supongo, esas son las más dulces.
Otros dejaban que el vendedor las escogiera por ellos.
Y entonces pensé que elegir mandarinas es igual a elegir una chica o chico. Alguien que será tu pareja. Debes fijarte en su exterior, no para saber cómo será su interior, pero al menos imaginarlo. Ver que no tenga nada raro, como que sea una celosa psicópata, o una zorra desvergonzada, o una persona sin autoestima. Fijarte en el tallo por si tienen una hojita que debas quitar, como una madre controladora, un padre machista borracho o, incluso, una exnovia que aún no lo supera.
Y luego pensé en cómo elegía yo mis mandarinas, pero no pude continuar con mi fantástica analogía porque recordé que no soy un gran fan de la fruta naranja.
Tal vez si voy a comprar sandía.
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